En un colegio de educación primaria, una maestra explicaba la teoría de la evolución tratando de convencer a sus alumnos de que la tierra no había sido creada por Dios.
Pidió a un niño que saliera al patio y trajera un informe de lo que viera en él. Cuando regresó, el pequeño contó con detalle todo lo que había visto. Al terminar, la maestra le preguntó: «¿Has visto a Dios en lo que has contemplado?». «No, maestra, no he visto a Dios», contestó el joven.
Una pequeña, que se movía intranquila en su asiento, pidió permiso para realizar unas cuantas preguntas a Juancito. Como si no hubiera presenciado la escena anterior, preguntó a su compañero: «¿Viste a Dios en los árboles?». «No», dijo él. «¿Lo viste en las flores?». «No», respondió de nuevo. «¿Ves a la maestra?», continuó preguntando ella. «Sí», afirmó el muchacho. «¿Ves el cerebro de la maestra?», fue la última pregunta. «Por supuesto que no». «Entonces -declaró enfáticamente la niña—, la conclusión de lo aprendido en clase, es que la maestra no tiene cerebro».
Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente, ¿Crees esto? —Juan 11:26.
El versículo anterior comienza diciendo: «Todo aquel que vive y cree en mí». Es interesante notar que no todo el que vive cree en Jesús. Aunque todos salimos de sus manos, nos movemos, respiramos y vivimos por su constante amor y poder, algunos prefieren borrar la mano invisible de un Dios visible en cada cosa creada.
Querido amigo, tienes hoy la oportunidad de creer en el Dios de la vida. Sus manos te han hecho especial y desea compartir contigo la vida eterna, si tan solo crees en él.
Tomado de: De la Mano del Señor (Ruth Herrera)