Mis padres viven en una pequeña granja en medio de las montañas, alejados de la ciudad. Un día fui a visitarlos y pasé allí el fin de semana, era tan agradable que no quería volver a mi casa. Pero estaba por caer la noche y era hora de regresar.
Mientras volvía me di cuenta que el camino se había tornado difícil en algunos tramos, debido a una tormenta que cayó por la tarde. Y cuando iba a mitad del trayecto llegué a un punto lleno de fango y desafortunadamente mi auto se atascó, intenté avanzar pero las llantas solo patinaban en el lodo.
Me bajé e intenté sacar el auto de aquel lugar, de una y otra forma, pero mis esfuerzos eran inútiles y la desesperación comenzó a embargarme.
El camino era desolado y oscuro, no había nadie que pudiera ayudarme. En verdad deseaba que pasara alguien y me auxiliara.
De pronto a lo lejos apareció un auto, parecía ser mi salvación. Le hice señales para que se detuviera, pero el carro no reducía su velocidad. A toda marcha pasó a mi lado, sin detenerse un instante.
No imaginan el asombro que me llevé, no solo por el hecho de que aquel auto no se detuviera, sino porque el conductor era mi padre. No podía creerlo, ¿Qué podría haber pasado?
Mi propio padre no me había reconocido, quizás porque estaba oscuro, pensé. Pero aún si fuera un desconocido, podría haber parado para ayudarme.
Yo seguí insistiendo en hacer algo para salir de aquella situación, cuando de pronto vi la luz de un auto que venía de regreso. Volví a hacer señales y el automotor se detuvo. Era mi padre nuevamente, pero esta vez conducía un enorme tractor.
Le reclamé porque no había parado la primera vez. Sin embargo, él me explicó que me había visto pero no podía detenerse porque habría quedado atrapado en el fango también. Así que había pasado a toda velocidad y fue a prestar el tractor a un amigo, para volver a mi rescate. Así pudo sacarme de aquel apuro.
Esa noche aprendí una lección que se aplica muy bien a la vida cristiana.
Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia. —Salmos 46:1 NVI
Cuando estamos en apuros, pedimos ayuda desesperadamente a nuestro Padre Celestial, y muchas veces nos ha parecido que Dios nos ignora y nos abandona en medio de la desesperación. Sin embargo no es como parece. Dios nos escucha y nos mira. Y siempre tiene un plan para nosotros, pero a veces no lo entendemos, porque no aparece la solución en la forma y el momento que nosotros esperamos. Pero no dudes que él pronto llegará con la mejor de las soluciones para tu problema.
Ten fe y espera, que tu Padre nunca te abandonará.
Por Huellas Divinas