Un jovencito ciego acostumbraba pedir limosnas a la entrada de un centro comercial. Todos los días se le podía ver ahí, con un pequeño sombreo que le servía para recibir las monedas, y un cartel que decía: «Soy ciego. Por favor, regálame una limosna». Así pasaban los días, hasta que ocurrió un hecho interesante.
Resulta que un hombre se le acercó y, después de echarle unas monedas, agarró el letrero y escribió unas palabras en la parte de atrás. Luego lo colocó de modo que la gente leyera el nuevo mensaje. Al poco rato el sombrero comenzó a llenarse de monedas con rapidez inusual.
Al final de la tarde el hombre que había escrito el nuevo mensaje regresó para ver qué tal iban las cosas. Entonces el joven ciego aprovechó para preguntarle.
—¿Qué hizo usted para que la gente me diera más dinero?
—Solamente cambié el letrero que usas para pedir ayuda.
—¿Y qué escribió?
—Escribí: «Este es un hermoso día, pero yo no puedo verlo».
Ambos letreros pedían ayuda, pero el segundo tenía una pequeña y a la vez gran diferencia. Le recordaba a todos que tenían la bendición de poder ver y que debían sentirse agradecidos por ello.
Entren por sus puertas con acción de gracias; vengan a sus atrios con himnos de alabanza; denle gracias, alaben su nombre. —Salmo 100:4, NVI
Muchas veces nos levantamos y nos acostamos sin siquiera detenernos un segundo para agradecer las miles de bendiciones que caen del cielo sobre nosostros. Poder escuchar la risa de nuestros niños, poder sentir el olor de nuestra comida, contemplar el verdor de los árboles y el azul del cielo.
Y es que a veces damos tanta atención a nuestros problemas o necesidades que no nos queda espacio para disfrutar las bondades que recibimos.
Haz una pausa hoy, y todos los días, para contemplar las cosas buenas que tienes a tu alrededor y dale gracias a Dios por cada una de ellas, puedes hacerlo con una oración, con un canto, un poema, etc. Te darás cuenta que tenemos miles de razones por las cuáles estar felices y agradecidos.
Por Huellas Divinas