Sofía era una mujer solitaria. Hacía mucho que había perdido el contacto con su familia y los pocos amigos que tenían, eran los empleados de su empresa.
Se trataba de una ávida publicista conocida como «la mujer tiburón.» Con la capacidad de desarrollar una campaña e impulsar un negocio con solo analizarlo unos minutos.
Era increíblemente buena en el trabajo, y había llegado ahí con esfuerzo. Sin embargo, mientras más buena en el trabajo se volvía, su humanidad decaía.
Cuentas de banco con cientos de miles de ceros dan la sensación de que todo es posible con el dinero, pero dentro de su soledad, Sofía no podía comprarse una familia, ni amigos verdaderos.
Ni el último billete importaba, cuando Sofía llegaba a su casa y el silencio era atronador. Muchas veces se le había advertido que, si no cambiaba su forma de pensar, se quedaría sola. Sin embargo, suponía no tener tanto miedo a la soledad… Hasta que la experimentó.
Una noche, la mujer había enfermado. Temblando por la alta temperatura en cama no tenía a quien llamar. Sabía que nadie atendería a su llamado en la madrugada, así que tuvo que arreglárselas para lidiar el resto de la noche.
Fue en la mañana, cuando su cuerpo ya se había regulado que intentó hacer una llamada. El conserje del edificio atendió inmediatamente.
—Buen día, señorita.
—Necesito un favor… Si pudiera comprarme algún medicamento para bajar la fiebre.
Escuchó el temible silencio en la línea, y luego el final de la llamada.
Todas las veces en las que había mirado por encima del hombro a ese hombre, las malas palabras y malos tratos, todos pasaron por su cabeza. Pensó que se merecía ese trato y se preparó para afrontar una vez más una noche de enferma soledad.
Para su sorpresa, el timbre del departamento rebotó junto al eco por cada pared. Muy mareada, logró ponerse de pie y atender la puerta, encontrándose con Esteban, su conserje, con una bolsa de medicina y un envase de sopa caliente y muy olorosa.
En ese momento, la «mujer tiburón» quebró en llanto, agradecida con aquel hombre, quien le alimentó y veló su enfermedad hasta verla recuperada.
—Te pagaré. —Prometió ella, a lo que él negó.
—No hago esto por dinero. —Aclaró.
El que atiende a la corrección va camino a la vida; el que la rechaza se pierde. —Proverbios 10:17
La vida en sí misma es el mayor misterio que jamás conoceremos. Muchas veces, vivimos sin obtener una respuesta, muchas veces, vivimos sin hacer ninguna pregunta. Sin embargo, la vida es solo una percepción de nuestra realidad, donde nuestras problemáticas y alegrías son el centro de todo.
Y ahí comienza el problema. Poco a poco nos hacemos ajenos a las experiencias de los demás, olvidándonos de escuchar, apreciar y atender a quienes nos rodean.
En aquel momento, Sofía entendió que sin importar cuánto dinero se tenga, nada sirve contra la soledad. Y es que lo más importante en la vida, es mantener cerca a las personas que nos aprecian. Ese es el verdadero sentido de vivir.
Por Huellas Divinas